Un relato un poco más largo que publiqué hace años en algunas revistas digitales. Mi intención al escribirlo fue mostrar mi extrañeza por lo difícil que parece a veces ver lo más evidente, pero no estoy seguro de haber elegido el mejor medio para trasmitir esa idea. En fin, espero que nadie se mida las orejas después de leerlo, o al menos, si lo hace, que no se lleve una decepción.
Bernardo
Cifuentes tenía el pito pequeño y cara de pocos amigos. Lo de la cara era
notorio, cualquiera por la calle podía verlo. Lo del pito no tanto, solo los
que íbamos al gimnasio con él y algunos familiares cercanos podíamos saberlo,
aunque, claro, no se puede decir que, al menos nosotros, lo mantuviéramos muy
en secreto.
Estas breves notas morfológicas eran probablemente lo más interesante que podía decirse de Bernardo Cifuentes, y con toda seguridad me hubiera olvidado hace años de él de no ser por Aníbal Ramírez y su manía de buscarle un motivo a todo. Entonces no lo sabía, pero mucho después, cuando el destino me llevó a vivir al sur de Chile, descubrí que esto era algo que debió heredar de su abuelo, nacido en Copiapó, y según él, mapuche de pura raza. Y es que el chileno antepone siempre una causa a cada efecto, sin preocuparse demasiado de la relación. Por ejemplo, si un día amanece nublado y de repente comienza a despejarse y en poco tiempo luce un sol espléndido, sin duda esto ha ocurrido porque anoche hubo un pequeño temblor de tierra. Y si uno pregunta ¿pero qué tiene que ver el temblor con que el cielo se despeje?, lo miran como si fuera idiota, y con razón, ya que no tiene ningún sentido preguntarse el por qué del por qué, cuando con resolver el primero de ellos ya tenemos más que suficiente.
Estas breves notas morfológicas eran probablemente lo más interesante que podía decirse de Bernardo Cifuentes, y con toda seguridad me hubiera olvidado hace años de él de no ser por Aníbal Ramírez y su manía de buscarle un motivo a todo. Entonces no lo sabía, pero mucho después, cuando el destino me llevó a vivir al sur de Chile, descubrí que esto era algo que debió heredar de su abuelo, nacido en Copiapó, y según él, mapuche de pura raza. Y es que el chileno antepone siempre una causa a cada efecto, sin preocuparse demasiado de la relación. Por ejemplo, si un día amanece nublado y de repente comienza a despejarse y en poco tiempo luce un sol espléndido, sin duda esto ha ocurrido porque anoche hubo un pequeño temblor de tierra. Y si uno pregunta ¿pero qué tiene que ver el temblor con que el cielo se despeje?, lo miran como si fuera idiota, y con razón, ya que no tiene ningún sentido preguntarse el por qué del por qué, cuando con resolver el primero de ellos ya tenemos más que suficiente.
Así que fue Aníbal, y no yo, el que empezó
con aquello. Yo sólo fui uno de los primeros receptores de la teoría. Es cierto
que la acogí con entusiasmo, pero no la ideé. Ese fue Aníbal, y Bernardo fue su
muestra significativa, su cultivo experimental.
-¿Os fijasteis en sus orejas? - nos dijo
Aníbal una tarde, al salir del gimnasio.
Yo no me había fijado, pero Leandro sí,
- Muy pequeñas – respondió -. Diminutas.
- Así es - dijo Aníbal muy serio -. Esa es
la clave, orejas pequeñas, pito pequeño. No hay duda.
- ¿Pero qué relación puede haber? –
pregunté, sorprendido –. ¿Acaso has visto a otros como él?
Aníbal hizo caso omiso a la primera
pregunta, y respecto a la segunda, mintió con el mayor descaro.
- Muchos, es algo que tengo comprobado
desde hace tiempo. Por cierto, no sólo se aplica a las orejas pequeñas, en
realidad es un asunto de proporciones, digamos que existe una relación lineal.
- ¿Entonces, el Matías....? – murmuró
pensativo Leandro.
- ¿El Matías? Algo tremendo – aseguró
Aníbal -. No te puedes hacer una idea, algo tremendo.
Cuando pienso en cómo pudo convencernos tan
rápido, sé que de alguna forma lo del Matías tuvo que ver en eso.
Inmediatamente nos familiarizamos con la idea de que poseía una enorme tranca,
algo de dimensiones sobrenaturales, y esa idea se asoció indisolublemente con
la imagen de sus enormes orejas de soplillo, y de ahí en adelante ya no pudimos
nunca separarlas.
Ni que decir tiene que esa tarde, al llegar
a casa, me fui directo al baño, expectante, a comprobar si mis orejas daban la
talla. Aliviado, comprobé que cuando menos eran de un tamaño normal, incluso se
podía decir que eran un poquito grandes. Supongo que esto también debió contribuir
para que aceptara la teoría de proporcionalidad de Aníbal sin ponerle muchos
reparos. A decir verdad, no solo no le puse reparos, sino que, a partir de ese
momento, me convertí en uno de sus más fervientes defensores.
El descubrimiento se difundió rápidamente
por el pueblo, junto a innumerables casos que probaban de forma irrefutable la
teoría de la proporcionalidad, que, naturalmente, nadie se molestó en
verificar. De un día para otro fue como si a todos los varones del pueblo se
les hubieran bajado los calzones hasta las rodillas, exponiendo sus miembros
viriles a la pública vara de medida.
Algunos se acostumbraron en seguida, como
Manolo, el peluquero. Le bastaba un rápido vistazo, casi de reojo, que no
estaba bien visto andar fijándose mucho, y entonces, mordiendo la punta del
cigarro, dictaba sentencia
- ¿Qué, don Víctor, aligeramos un poco por arriba? Yo le dejaría esa
melenita que le sienta tan bien, ni las patillas le tocaba.
O si el que entraba era más afortunado:
- ¿Qué me dice, don Luis, nos animamos a una rapadita? Con el calorcito
que hace, no estaría mal que despejáramos esa cabeza.
Y entonces don Luis, con la frente bien
alta, contestaba:
- Cómo no, rapemos al uno. Y por favor, las patillas bien altas, rasando
con las orejas.
Y decía orejas con descaro, subiendo el
tono, sin duda dirigiéndose a don Víctor, que, sorteando la ofensa, terminaba
rápidamente de cepillarse el traje y salía de la peluquería, mascullando entre
dientes un adiós que recibía la respuesta de un jocoso coro.
Precisamente don Víctor fue uno de los que
peor lo pasó entonces. Desde el principio se negó a aceptar la teoría, peleó en
la barra del bar con todos y con todas las armas, con certeros argumentos e
incluso con algún que otro puñetazo, pero teniendo en cuenta la pequeñez de
sus orejas, lo que consiguió fue más adeptos a la causa que otra cosa. Todos lo
vimos como otra prueba de que Aníbal tenía razón, si se pone así, pensábamos,
es porque seguro que no tiene más que un enclenque champiñón.
Tuvo que ser duro. Los niños se reían de él
por la calle, pero don Víctor, obstinado como pocos, se negó a quedarse
encerrado en casa. Todos los días daba su paseo, al atardecer, se cruzaba con
medio pueblo, y el seguía adelante, erguido, apoyado en su bastón, mientras escuchaba
los murmullos a su espalda, en ocasiones palabras de lástima, chistes malos la
mayoría de las veces.
Dejó de ir al bar y era raro verle
conversar con alguien. Duró así un par de meses, hasta que un domingo por la
mañana, con la plaza atestada de gente, decidió que ya no podía aguantar más.
Se subió encima del busto de San Martín, donado hace unos años al pueblo con
ocasión del hermanamiento con la ciudad de Mendoza, en Argentina, pidió
atención al público y se bajó de un tirón pantalones y calzoncillos. La primera
reacción de la gente fue de estupor, la siguiente, de jolgorio. Lo curioso es
que, al recordarlo ahora, puedo ver con toda nitidez a don Víctor portando un
estandarte de más que regulares dimensiones. Sin embargo, cuando lo vimos allí,
de pie sobre la cabeza impasible de San Martín, fue como ver un espectáculo de
circo. Como la mujer barbuda o la cabra de dos cabezas, un fenómeno absurdo de
la naturaleza. Doña Águeda Bustamante, que era prima segunda de don Víctor, y
que a la sazón hacía más de cuarenta años que no veía a un varón de cerca,
expresó el sentir general de forma certera.
- Víctor – le dijo -, por favor, bájate de
ahí y cúbrete. Pero hombre de Dios, ¿cómo se te ocurre, con esas orejillas?
Cuento todo esto para ilustrar el fenómeno
que se produjo entonces, no creo que sea fácil tratar de explicarlo sin
recurrir a las anécdotas. Hoy ya está todo prácticamente olvidado, el pueblo
quedó desierto hace años y si me he decidido a escribir esta nota es sólo por
aclarar un pequeño artículo que he visto publicado en la revista del Colegio de Médicos de Murcia. En ese
artículo se menciona un extraño caso de histeria colectiva observado en un
pequeño pueblo del interior, el mío, donde las mujeres en estado, al acudir a
las revisiones ginecológicas, mostraban mayor preocupación por las orejas de
sus hijos varones que por cualquier otro órgano vital. El autor del artículo,
por medio de complejas estadísticas, busca afanosamente una causa para este
comportamiento, sin hallarla. Espero que este escrito le aclare que el causante
fue exclusivamente Aníbal Ramírez y su teoría de la proporcionalidad.
En el caso de que esta aclaración no le
parezca satisfactoria, le recomiendo que trate de localizar al Matías. Hoy en
día es el único habitante del pueblo, y no es difícil encontrarle sentado en
algún risco, fumando su pipa y recordando con nostalgia esa época en la que el
mundo pareció rendirse a sus pies.
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