jueves, 7 de agosto de 2014

La realidad tras los Diarios de Guerra

Esta es la primera parte de la presentación que hice de mi novela "Diarios de Guerra, Madrid 2011" en la Feria del Libro de Cádiz y en la librería Enclave de Libros, de Madrid, en la que trato de responder a la pregunta ¿qué hay de realidad en ella?

En esta novela he seguido la tradición, que no estoy muy seguro de que exista, del realismo cómico, utilizando a una serie de personajes y de situaciones puramente ficticias y muchas de ellas deliberadamente humorísticas, para tratar de describir una realidad muy dura de la forma más fidedigna posible, tratando de evitar por otro lado la inducción al suicidio colectivo. Evidentemente el ojo del observador, es decir, el mío, introduce una fuerte carga subjetiva, pero al fin y al cabo se trata de una novela, y cuando uno hace literatura, de alguna manera se ve obligado a tomar partido. En ese sentido podríamos decir que en esos diarios hay dos capas de verdad con una de ficción en medio, una especie de sandwich de pan duro con un poco de nocilla dentro para que el bocadillo se pueda digerir. La capa inferior es la realidad que trato de contar y la superior es la sinceridad con la que es necesario contarla. Esas dos capas son lo realmente importante, y sin embargo, lo que queda escrito en el papel es lo de en medio, la ficción, el cuento chino. Pero al fin y al cabo esto no es más que uno del los misterios, y no el mayor, de la literatura.

Centrándonos un poco en las ideas que trato de transmitir en mi novela, en esa realidad que la sustenta, mi intención ha sido no tanto utilizar mi experiencia personal para informar al público acerca del funcionamiento de las grandes empresas vistas desde su interior, como intentar poner en orden mis ideas, a ver si escribiéndolas en la pantalla de mi ordenador era capaz de llegar a alguna conclusion que me permitiera entender un poco este asombroso mundo con el que he convivido durante más de veinte años. En este sentido tengo que confesar que soy un fraude como escritor. Yo nunca alcanzaré la profundidad del conocimiento de un Henry James o de un Thomas Mann, capaces de llegar a lo más recóndito del alma humana y de contárnoslo. Yo, básicamente, no entiendo ni una palabra del alma humana, y si lo hiciera no escribiría nada. Porque yo escribo precisamente acerca de lo que no entiendo, a ver si así consigo aclarar algo de lo que me rodea, en este caso del mundo empresarial. Por supuesto no he conseguido nada de eso, sigo sin entender nada de nada, pero a cambio he publicado una novela, lo que tampoco está nada mal. La lista de estos hechos asombrosos que conforman la realidad en mi novela es muy larga, pero podríamos destacar algunos, como por ejemplo:

Los límites de la codicia. Recuerdo que mi padre sostenía, en las interminables discusiones de política que teníamos en las sobremesas, que a la hora de elegir un cargo público, siempre era preferible optar por alguien que tuviera dinero, ya que así disminuía el riesgo de que tuviera la tentación de robarlo. El razonamiento tenía su lógica pero yo creo que a mi padre, que no era ningún ingenuo, se le olvidó que hay algunos -no digo todos, pero sí me atrevería a decir que muchos-, ricos que tienen tanto dinero precisamente porque están obsesionados con amasarlo, y que ponerlos a gestionar un presupuesto es como poner a un pederasta a dirigir una guardería. Todos sabemos lo que es la codicia, nos lo enseñaron en casa y en el colegio de pequeños, la hemos visto a nuestro alrededor en esos conocidos que todos tenemos cuya obsesión por el dinero nos parece que se sale de lo normal. Sin embargo, cuando nos encontramos a uno de estos casos patológicos, porque yo creo que lo son, nos damos cuenta de que los que conocíamos hasta entonces eran simples aficionados. No estamos hablando de alguien que se queda con el cepillo de la iglesia cuando no le ven, estamos hablando de gente que ya tiene suficiente dinero como para vivir como reyes durante tres mil cuatrocientos años y que sigue sufriendo una úlcera de estómago cada vez que ve un euro que pasa por delante de sus narices sin que lo pueda coger. Yo no doy crédito, cuando pienso que uno de estos se levanta a las siete de la mañana todos los días para ir a su despacho a trabajar quince horas cuando podría estar perfectamente en su propia isla en el Caribe tomando el sol y un montón de caipiriñas. Ya sé, la gente explica esto aludiendo a la pasión por el trabajo, al ansia de poder, pero a mí todas esas cosas me siguen pareciendo conceptos abstractos que llevados al terreno práctico se vuelven incomprensibles. Pero es que hay más. Un día abres el periódico y te encuentras con que a uno de estos personajes le han abierto diligencias por algún delito financiero, y que el fiscal le pide cinco años de cárcel. Y esto ya no hay quien lo entienda. Ya no es sólo que renuncies a vivir como un rey, es que te la juegas a que te metan en la cárcel cinco años a cambio de incrementar en un uno o un dos por ciento tu ya inmensa fortuna. ¿Y para qué? ¿Para poder irte a vivir por fin a tu isla en el Caribe? Pues no, para seguir haciendo lo mismo, para seguir levantándote a las siete de la mañana con la misma cara de amargado y seguir acumulando dinero. Eso, para mí, es ser un enfermo, alguien que debería estar internado en un sanatorio mental, y sin embargo es habitual ver a gente así moviéndose libremente por la última planta en cualquier gran empresa sin que venga nadie a ponerles una camisa de fuerza. Dicho esto, estoy de acuerdo con los que dicen que echarle la culpa de la crisis a la codicia humana es lo mismo que echarle la culpa de un accidente aéreo a la ley de la gravedad. Pero precisamente por eso, porque saben que es inevitable, los ingenieros aeronáuticos, a la hora de diseñar aviones, en ningún momento se olvidan de esta ley, al contrario, procuran tenerla siempre muy en cuenta.   

El mito de la libre competencia. Para mí esto también es de lo más sorprendente. Cualquier persona medianamente informada sabe, o cree saber, que la clase empresarial está conformada prácticamente en su totalidad por neoliberales aparentemente convencidos, y por tanto, por supuestos defensores a ultranza de la libertad de mercado y de la libre competencia. Esto es así visto desde fuera, o más bien desde muy lejos, porque en cuanto uno se acerca un poco y observa como funcionan las empresas descubre que el libre mercado no sólo no les gusta tanto como predican, sino que en realidad es para ellas la más horrible de las situaciones que puedan imaginar. Obligar a una empresa a competir limpiamente en un concurso supone obligarla a asumir riesgos, a gastar enormes cantidades de dinero en preparar ofertas que es probable que no ganen, y en el caso de que las ganen, a ejecutar proyectos vendidos a precios muy bajos en los que casi con toda seguridad acabarán perdiendo dinero. Por eso a las empresas lo de la libre competencia le produce “horror vacui". Esto, por otro lado, resulta bastante evidente cuando uno compara los sueldos que estas grandes corporaciones pagan a sus consejeros políticos con los que pagan a los becarios que trabajan en I+D, supuestamente la base tecnológica que permite a una empresa diferenciarse de sus competidores, la excelencia y todas esas milongas. Evidentemente la mejor inversión que puede realizar una empresa es comprar un contrato, cada euro que se gasta en pagar a lobbistas, agentes o traficantes de influencias vuelve a sus arcas multiplicado por mil. Esa es la realidad. Y no es verdad ese argumento que se utiliza a menudo acerca de que las empresas pagan comisiones porque los políticos corruptos les obligan a hacerlo. Las empresas pagan porque un contrato comprado es un negocio redondo, un proyecto en el que va a poder fijar las condiciones más favorables, en el que los beneficios están garantizados y, lo mejor de todo, es que encima les sale gratis, porque ellos no pagan nada, la comisión se la paga el cliente a sí mismo. Y no se trata de unos pocos casos aislados, como se podría argumentar, son los suficientes como para corromper todo el sistema, porque generan beneficios de tal magnitud que permiten a las empresas que los obtienen competir en situación muy ventajosa en los concursos “limpios”. Es así de sencillo, cuando ganas tanto dinero con contratos amañados resulta fácil, y hasta conveniente, perder un poco en los contratos sin amañar y de paso hundes a la competencia, sobre todo a las empresas pequeñas que no pueden conseguir esas fuentes de financiación. Por eso la pregunta ¿tenemos trincado al cliente? es la primera, y a veces la única, que se plantea a la hora de planificar la estrategia de una oferta.

La sensación de pertenencia. Otro aspecto interesante de estas grandes empresas es su capacidad para crear fortísimos lazos afectivos con sus trabajadores, y lo más curioso es que esto funciona en todas las capas profesionales, independientemente del nivel salarial, desde el personal administrativo hasta los grandes directivos. Uno es de una empresa como es del Madrid o como es de Puerto Real. A mí me resulta imposible entender por qué ocurre esto, pero ese vínculo es muy real y de hecho es la única razón que puede explicar determinados comportamientos cuasi patrióticos que suceden dentro de las empresas, y que estoy convencido de que no están directamente relacionados con el hecho de recibir una nómina a fin de mes. Es muy curioso ver la alegría que desborda las oficinas cuando se consiguen contratos que no reportan nada a nivel personal a los que se alegran tanto, y su contrapartida, las depresiones cuando estos contratos se pierden, y también el odio africano a la competencia, el orgullo de pertenecer a la élite, la soledad cuando te dejan caer. Es evidente que este fenómeno, que tiene evidentes similitudes con lo que ocurre en las sectas, conviene a la empresa, que esta sensación de pertenencia le reporta grandes beneficios en forma de ingentes cantidades de esfuerzo no remunerado. 

El cinismo. La RAE define el término cinismo como "desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables”. El cinismo en el mundo empresarial, es a la vez una habilidad muy desarrollada, casi un arte, y un medio de supervivencia, un escudo que nos protege, que nos evita tener que plantearnos cualquier tipo de conflicto moral a la hora de realizar nuestro trabajo. Esto funciona especialmente bien cuando se combina con el humor, que hace de doble válvula de escape. Yo diría que casi todas las carcajadas que se oyen en una oficina, o al menos las más fuertes, siempre están provocadas por algún chiste cínico. En mi novela esto he intentado reflejarlo de forma un poco meta-literaria, ya que utilizo el cinismo, o incluso el sarcasmo, para impregnar todo el lenguaje, tanto a la hora de narrar como para caracterizar a casi todos los personajes.

Otras realidades. Hay otros temas de los que también he querido hablar un poco en la novela, y que tengo la impresión de que son ya o están a punto de convertirse en vestigios de otra época, la que nos ha tocado vivir hasta casi hoy, y que parece estar desvaneciéndose. Un ejemplo de esto es la sobreprotección de los hijos, a los que hemos educado para ser la generación mejor preparada de la historia para vivir en la sociedad que acaba de desaparecer y a la que hemos convertido probablemente en la peor preparada para la que se nos avecina. Otro podría ser esa relación afectiva con la empresa de la que he hablado hace un momento, que también me parece un fenómeno muy asociado a esta forma de vida que ha caracterizado eso que se ha dado en llamar el fin de la historia, ese período indefinido de bienestar económico que se pronosticó tras la caída del muro de Berlín, en el que ya no iba a pasar nunca más nada relevante en términos sociales, y que paradójicamente ha resultado ser bastante efímero. También he hablado un poco en la novela acerca del papel que la ciencia ha jugado, y sigue jugando, en este ataque sistemático contra las leyes del libre mercado. En este sentido la elección de los biocombustibles como área de negocio en el que se desarrolla la trama de la novela no es casual y tampoco la he elegido por mis conocimientos de este área, en la que nunca he trabajado, sino simplemente porque me ha parecido un ejemplo muy interesante de hasta qué punto la ciencia puede prostituirse al servicio de los intereses empresariales. Lógicamente haber participado en este juego tiene sus consecuencias, y en el caso de la ciencia, me da la sensación de que ha perdido, con merecimiento, mucho del carácter dogmático que tenía hace veinte años, cuando en cualquier tertulia la simple afirmación de que algo estaba demostrado científicamente, sobre todo cuando el que lo decía tenía un doctorado en alguna materia suficientemente rimbombante en Harvard, hacía agachar la cabeza al resto de los contertulios. Hoy, decididamente, esto ya no ocurre. 

Por último, para terminar con este recuento de realidades, quiero insistir precisamente en lo que no es real: por si todavía hay alguien que lo duda, esta novela no tiene absolutamente nada de autobiográfica. De hecho, lo único que compartimos el protagonista de los diarios y yo es nuestra tendencia innata a perdernos, no digo ya en la sierra madrileña, sino en el mismísimo parque Genovés.

(c) Javier Warleta

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