martes, 15 de julio de 2014

Ciudad

Esta ciudad es una mujer viajando en un tren abarrotado que aparta nerviosa su mano al rozarla con la mía. Es un ejecutivo con traje oscuro, camisa de cuadros y corbata de nudo ancho hablando por el móvil en la puerta del supermercado, y también es la rumana, que sentada en el suelo, trata de llamar su atención para mostrarle un trozo de cartón donde se leen tres líneas escritas con tiza blanca, quizás sus obras completas, o su autobiografía. Es un tumor que crece insensible a las llagas que dejan los taladros, a los golpes de los martillos y a los gritos de los obreros que caen de los andamios, tan negros que se terminan confundiendo con el asfalto. En esta ciudad la gente muere poco, o lo hace con discreción, sin pegar esquelas en los escaparates, sin avisar tan siquiera a los vecinos para que hagan bulto en el sepelio; aquí los muertos no dejan huella, sólo plazas vacantes.

Esta ciudad es demasiado grande para poder abarcarla con la mirada. Hay un humo denso que impide ver con claridad, hay tantos edificios en los que vivir, tantos bares a los que entrar, tanta gente con la que hablar, demasiadas estadísticas, demasiados tópicos, demasiadas frases hechas como para poder conocerla. Esta ciudad carece de gramática; a base de acoger lenguas extrañas, ha olvidado la suya, y ya no sabe qué idioma habla.

Esta ciudad está herida de nostalgia de otras ciudades, y se pierde en la noche, buscándolas. Esta ciudad también tiene nostalgia de sí misma, pero ya, resignada, casi no se busca. En esta ciudad todo se acepta, pero todo se arrincona. Es como un engrudo en el que no terminamos nunca de disolvernos, y aunque nuestras partes más blandas se van deshaciendo con el tiempo, siempre quedan grumos en los que seguir reconociéndonos. En esta ciudad, tarde o temprano, todos acabamos siendo de otro sitio.

(c) Javier Warleta

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